Entre la utopía, la distopía y la realidad
México tiene ciudades llenas de contrastes, a mi parecer, uno de los más impresionantes es sin duda cualquiera que tenga que ver con iglesias y pirámides, el destruir una para cimentar otra con propósitos de sometimiento para colonizar a los entonces pobladores de aquellas tierras, monumentos eclesiásticos que usaban significar poder y hoy adornan cualquier plaza central de una localidad, han evolucionado para ser ahora el referente de un lugar céntrico al que todos conocen. Siempre enterradas en una rendija más o menos estandarizada a lo largo del país, en medio de todo y de la nada a la vez, delimitadas por calles a las cuales me gusta imaginar como objetos mágicos, porque gustan de conectar historias de un lado a otro rápidamente, pero a la vez separan las historias de ambos lados de la banqueta.
El alrededor (y el inicio) del sendero de una ciudad casi siempre es una colonia cuyas características caerían entre el Barrio Siniestro y el Barrio Útil, como los describiría Ivain, con edificaciones abrumadoramente industriales, incluso casas que parecieran ser capillas del pensamiento y arquitectura cuasi-industrial, que no evoca lo pintoresco que pensaríamos existe en una megalópolis. Siempre, las barreras de historias de dichos barrios empiezan con números que parten desde la plaza central, acompañadas siempre de su referencia cardinal, conforme avanza el barrio a su estado de Barrio Histórico adquiere nombres de personajes importantes del lugar, quienes habitan a los costados de estas vialidades tienden a sentir más pertenencia a las mismas, empieza a percibirse un folclore vívido con ritmos urbanos adornando el paisaje y personas socializando en sus pórticos como si fuesen grandes amigos de toda la vida (¿lo serán o aparentarán?).
Y es que, en una ciudad de contrastes marcados, no se debe esperar mucho durante una caminata sin rumbo para poder percibir un cambio en todos los sentidos entre un barrio y otro, entre un sector y su colindante, entre la certeza y la inseguridad, entre lo que era el lugar y lo que el vecino aspira a ser, modelando su arquitectura al último grito de la moda habitable, cuyos recintos dejan de ser una capilla personal para convertirse en gigantes tiras llenas de pequeños nichos en los cuales parece que ni amar se puede, porque al fin de cuentas, la banalidad es lo que reina en dichas construcciones, con la inmensa agraviante de un sentido apócrifo de estatus social.
Dicho lugar cambiante, donde se empezaba como un barrio cuya importancia era tal que las calles se nombraban por números, pasa a ser (caminando en línea recta) una vena que transporta millones de historias y minimiza las que ocurren al rededor, dándole también compensación en forma de plusvalía (¿quién no quisiera vivir a las afueras de una estación de túneles profundos con gusanos naranjas que transportan gente?). Ahora se pasa a un Barrio Feliz mezclado con un Barrio Bizarro en el cual la diferencia entre uno y otro tiende a ser no más de dos cuadras.
Para mejorar aún la experiencia de inmersión a la ciudad, no hace falta subirse a un puente peatonal para abrumarse con hermosas vistas a una nube espesa de la cual pareciéramos no escapar, se puede ir abajo, en el subterráneo, en la red de túneles que silenciosamente conecta (y crea) sus propias historias que se olvidan mayormente al cruzar las escaleras que traen de vuelta al morador a su abrumador estado. La ansiedad de un lugar inhóspito y sin iluminación, el chirriar de los trenes entrando y saliendo y el repetitivo y sin compás ruido de un torniquete tragando un pedazo de papel el cual resume la identidad del morador de cualquier barrio de la mancha urbana. Añadido a la indiferencia de un Barrio de trabajadores que se distancia de la fraternal (pero aun así hermética) hermandad de los barrios lejanos.
Así, los habitantes de dicha ciudad estamos destinados a la deriva continua, una deriva de la cual no se puede escapar, que abraza a su morador como el morador abraza a la identidad de su ciudad, una deriva que crece como un árbol dentro del entrepiso de un edificio abandonado en un curioso Barrio cuasi-Histórico que termina en una avenida que divide las historias de ambos sectores de una ciudad.
Monotonía es lo que reina, aun siendo curado de la enfermedad tan hostil que es la banalidad, la ciudad y sus moradores terminarán arrastrándonos a ella de vuelta. Porque eso son las ciudades al final, utopías del urbanismo que moran entre la distopía y la realidad.
Una banal y cruda realidad cuya magia y belleza es olvidada por el derivante morador de la ciudad que lo acoge para no dejarlo salir con facilidad de la misma.
Por: Alan Eduardo Castañeda Delgadillo
Estudiante de Arquitectura, UDLAP.