Descubrir para cubrir
Los ideales de una modernidad salvadora para la movilidad citadina se encarnaron en 1967 cuando las primeras obras para la edificación del Sistema de Transporte Colectivo iniciaron, brindando esperanza a todo habitante de la ciudad harto de las soluciones existentes en el tiempo.
La idea llamaba por sí misma a una euforia mediática y revolucionaria de la manera en la cual se observan los entornos. El Metro disminuirá las aglomeraciones y en diez minutos cubrirá distancias hoy de una hora. Serán más bellas las señoritas en los vagones […]. Por otra parte, aparecerá, ágil y dinámico, el tipo nacido para el metro, recitaba Salvador Alvarado viendo la luz al final del túnel de los problemas de transporte.
Construir sobre una ciudad que antes de ser el centro de un imperio colonial, era el acercamiento más fiel de la misma a una utopía: la ciudad de las chinampas, pirámides e isla enclaustradas por un lago, no sería tarea fácil. Se debió abatir el manto freático para colar la losa de fondo que expuso todo a cielo abierto. La ciudad habría de perforarse para descubrir dos cosas: la modernidad y el pasado, para después volverlas a cubrir.
La técnica exige una muestra de serendipia en la cual se revelan datos y caras de la Ciudad y su pasado, como si el estrato a perforar y rellenar fuese por sí mismo un vestigio arqueológico en las primeras excavaciones del sistema. Algunos, como el Adoratorio a Ehécatl o el Mamut de Talismán resurgieron del subsuelo para no volverse a cubrir, mientras que otros fueron nuevamente cubiertos en cajas o vitrinas donde se exponen a la vista de aquel curioso transeúnte o visitante de museo.
El proyecto, según lo dictan los ingenieros: “Deberá preservar el centro monumental e histórico de la capital. Así como Densificar al máximo la zona central con la red de Metro, en forma tal que en la mayor parte de dicha zona el público tenga acceso a una estación con un corto recorrido a pie.” Cada túnel debería albergar, al menos, dos trenes simultáneamente que recorrerían en ambas direcciones las líneas. Además de los trenes, deberían albergar la alimentación de los mismos, son las venas que alimentan y mantienen trabajando y a flote la ciudad.
Pero, confinar la movilidad a la vida subterránea habría de traer sus dificultades, entre ellas la falta de comunicación (entre el usuario en el subsuelo y la superficie) que se acentuó una vez se habría asentado la adopción del teléfono móvil. Las temperaturas en el subsuelo tampoco habrían de ser las ideales, por lo que los túneles y estaciones deben tener respiradores que se propagan como una plaga de rendijas negras que dan a la superficie, y se observan como un destello de luz desde el subsuelo a 60 kilómetros por hora.
Después de 51 años, el mantenimiento se exige, las comunicaciones se despliegan y las plataformas muestran nueva señalética. Pero todo apegado a la estrecha relación que tiene el ciudadano con su sistema. Por ejemplo, el boleto sigue siendo un método principal y coleccionable para entrar, las tipografías y el diseño ahora se presumen como el eje principal de la nueva plataforma de movilidad integrada desplegada en toda la ciudad. Aun así, el ciudadano promedio parece cínicamente odiar el sistema.
Obedeciendo a la evidente demanda urbana, el Metro comenzó a expandirse, aceptando y obviando trazos del plan maestro que sufre modificaciones hasta hoy en día. Pareciera desafiar la concepción original del sistema al salir a dos estratos que parecieran una bocanada de aire para el tren de nueve vagones: superficie y puente.
Pero, la vida debajo del pavimento habría de ser diferente. La cultura popular le habría jugado un golpe de estado a la arquitectura cuasi-museo del sistema. Donde gozaban de espacios libres ahora hay vendedores, hay tiendas y letreros, dejando en segundo plano las reproducciones de piezas arqueológicas hechas sólo para su exhibición en varias estaciones. El viajero que usaba vestirse de gala y gozar de un sistema novedoso rápidamente se diluyó en la cultura de los ciudadanos que día a día hacen el sistema.
Por las noches, el subsuelo que nunca ve una luz más allá de la fría iluminación artificial se relaja a una fracción de su velocidad. No se mueve más a 60 km/h, ahora se mueve a 3. Paso por paso, cada túnel se despierta para darle mantenimiento, reparaciones y limpieza preparando el escenario para levantar el telón recibiendo al primer tren, y a las primeras aglomeraciones del día. Día tras día.
Referencias:
Quintana, B., Phillips, G., Kochen, J., Leidenberger, G., Lanzagorta, J., Musacchio, H., Salvoch, M., Quintana A., B., Borja, A., Tamez, E., Larrosa, M., de Anda, E., de Mauleón, H., Gallo, R., Dunca, V., Solano, A., Villoro, J., Leñero, V., Monsiváis, C., y González, S., (2019). Un viaje: el metro de la Ciudad de México. Fundación ICA.
Sobre el autor:
Estudiante de la Licenciatura en Arquitectura en la Universidad de las Américas Puebla, generación 2019. Miembro del Programa de Honores, actualmente investigando temáticas relacionadas a la movilidad y su representación gráfica en la Ciudad de México bajo la dirección del Mtro. Éric Camarena.
Por: Alan Eduardo Castañeda D. Estudiante de la Licenciatura en Arquitectura en la Universidad de las Américas Puebla, generación 2019.